Las investigaciones en las que había tenido ocasión de acompañar a mi amigo se basaban, en muchas ocasiones, en conversar con los culpables hasta que estos incurrieran en contradicciones. Algunas veces, los culpables ponían en evidencia su motivo para desear la muerte del finado y tirando del hilo Holmes llegaba al modo en que se había cometido el crimen. Otras veces, las inconsistencias respecto a la coartada que presentaba el asesino dejaban al descubierto su mentira y, en ese momento, un par de aseveraciones contundentes de mi amigo hacían entender al culpable que había sido descubierto acabando por confesar el crimen.
─ El sentimiento de culpa es como la mejor de las melodías ─solía decir mi amigo-, aflora solo si se saben tocar las teclas oportunas con la presión justa. Si te pasas de presión, las notas suenan demasiado intensas y molestan. Por eso, el culpable al igual que nuestro oído se pondrá a la defensiva. Si te quedas corto, y el sonido es débil notas que la canción no está completa. Los malos aprovechan esa debilidad para rellena los huecos de su discurso y fortalecer su mentira, convenciéndonos de su absoluta inocencia.
La residencia de Edward McGregor en el número 45 de Dover Street era un lujoso edificio de cuatro alturas cuya fachada daba justo a la trasera del Brown’s Hotel, el cual que llenaba la calle de ruido debido a las obras que se estaban realizando en su interior con motivo de su ampliación para la absorción del anejo St Gerorge’s Hotel.


Presioné el timbre eléctrico, mientras mi amigo no quitaba ojo a los medallones de la fachada entre el segundo y tercer piso.
─ Lo ve Watson ─me dijo, señalando a un escudo-, es el escudo del Clan Gregor. Se trata de un clan surgido en las Highlands hace más de mil años, del que todavía sus descendientes mantienen su orgullo. ¿Puede creerlo?
─ Mi conocimiento de los clanes escoceses es muy limitado ─respondí.
─ Pero estoy seguro de que habrá oído hablar de Rob Roby McGregor. ¿No es así? ─preguntó, y prosiguió al recibir mi asentimiento-. Raibeart Ruadh en gaélico, Robert el rojo, por el color de su pelo.
─ Qué ocurre Holmes ─Inquirí-, ¿se ha vuelto ahora un admirador de los forajidos?
─ Watson, por el amor de Dios ─contestó exasperado-. Su grandeza moral perdona que en su ostracismo se viera obligado a hacerse con el dinero de los arriendos destinados a su enemigo o a la propia corona.
─ Pero…

Mis palabras se vieron interrumpidas por el mayordomo de Edward, un hombre apariencia afable, entrado en carnes, con un denso cabello blanco que nos atendía desde la puerta que acababa de abrir.
─ Caballeros ─dijo en tono ceremonioso-, ¿puedo ayudarles en algo?
─ Buenas tardes ─contestó mi amigo-, soy el señor Holmes y éste es mi compañero, el Doctor Watson, colaboramos en la policía en la investigación del crimen de Sir Arthur. ¿Sería posible hablar con el señor Edward?
─ Caballeros ─dijo manteniendo el mismo tono-, me temo que el señor Edward acaba de salir, ya que tenía una cita en el club de caballeros.
─ Continúa yendo al Carlton Club, ¿verdad? -preguntó Holmes.

El mayordomo realizó un gesto confirmatorio y salimos en su busca.
─ Dese prisa Watson ─ordenó Holmes-, debemos de interceptar al señor McGregr antes de que llegue al club.
─ Holmes ─dije apretando el paso-, ¿acaso sabe usted el nombre de todos lo socios de todos los clubs de caballeros de Londres? Lo digo porque solo en Saint James Street hay tres nada desdeñables: Brooks’s, White’s y Boodle’s y da como nombre uno de Pall Mall.
─ Mi querido amigo ─dijo Holmes con una sonrisa-, ¿acaso esos clubes cuentan entre sus socios con gente tan importante? El señor McGregor está tratando de codearse con las personas más influyentes, aprovechándose de los contactos de su padre, para que sus turbios negocios puedan desarrollarse con éxito. En seis o siente generaciones pasamos de un carismático líder de un clan que prefirió pasar una vida de calamidades a traicionar sus valores morales, a alguien que antepone cualquier comodidad al más mínimo freno de la conciencia.

Continuamos avanzando con rapidez. Las largas piernas del señor Holmes me hacían tener que correr en algún tramo del recorrido. Por fin, llegamos a las puertas del Carlton, casi al mismo tiempo que Edward.
─ Señor McGregor ─dijo Holmes en voz alta para llamar su atención, y avanzamos los pasos que nos separaban.
Edward McGregor parecía asustado de nuestra presencia. Se sentía inquieto al ser abordado por dos personas a las puertas del club.
─ No sé si me recuerda ─dijo mi amigo-, soy Sherlock Holmes y éste es el Doctor John Watson, trabajamos para Scotland Yard en el caso del asesinato de su padre. No le robaremos mucho tiempo.
─ Discúlpenme ─se excusó-, pero me esperan varios caballeros, si pudiéramos hablar más adelante.
─ No le robaremos mucho tiempo ─se disculpó Holmes-, lamentablemente no podemos aportar mucha información y el caso va a cerrarse por falta de pruebas. En primer lugar, queríamos presentarle nuestras condolencias. Y, en segundo lugar, formularle alguna cuestión, puro trámite.
─ Bueno, si no les importa ─propuso Edward-, podrían pasar dentro, hablaremos allí. No visten apropiadamente para este local, pero no creo que nadie ponga inconveniente a su presencia.

Por la mente de Holmes pasaron dos posibilidades. La primera de ella, consistía en hacer caso a la propuesta de Edward y tratar de conocer quiénes eran sus influyentes amistades. La segunda, suponía centrarse en formular un par de preguntas a Edward y aprovechar las horas restantes hasta la llegada del barco yendo a “The Three Crosses”.

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