Decidí buscar pistas sobre el paradero de mi amigo en el entorno de la torre del parlamento. Ya que, después de haber salido de casa a través de los indicios que encontré en casa, no tenía sentido volver otra vez a esperar, sin hacer nada, a que regresara mi amigo.

Consideré primero recorrer a pie las tres millas y media de distancia. Pero el corto paseo hasta Cable Street me hizo desistir de la idea y renté un coche de caballos para que me llevara a mi destino.

El interior del Brougham era espacioso y cómodo, pero no pude disfrutar durante demasiado tiempo del mismo, ya que con las obras del Victoria Embankment el camino se acortaba aprovechando el cauce del río. Aquella calle había sido la primera de toda Gran Bretaña en tener luz eléctrica permanente, mediante unas luminarias Yablochkov que se encendían gracias a un generador Gramme. Sin embargo, aquello resultó tan costoso que en 1884 volvieron a sustituirse por lámparas de gas.

El paso por los Whitehall Garden me advirtió que el recorrido pronto llegaría a su fin. Varias parejas paseaban por aquellos jardines, que habían perdido la mayoría de sus árboles con motivo de las obras de ampliación de Londres en la margen izquierda del Támesis que definieron la obra de ingeniería del Victoria Embankment.

La visión de la Abadía de Westminster a la derecha y del parlamento con la torre del reloj al frente, me recordó el motivo de mi visita. Paseé tranquilo por el jardín de Parliament Square ya que, de ser ciertas mis suposiciones sobre el dibujo de Holmes, tenía tres horas por delante.

La torre del reloj lucía imponente en su estilo neogótico que los arquitectos Charles Barry y Auguste Pugin habían conseguido popularizar al trabajar en la reconstrucción del Palacio de Westminster tras el incendio de 1834. Caminé buscando algún corazón dibujado o tallado en algún lugar, por si allí estuviera el dato determinante que me ayudara a encontrar a mi amigo, cuando me sorprendieron las doce campanadas del reloj.

Aunque no logré ver ningún corazón, observé que un cartel anunciaba visitas guiadas al interior de la torre con motivo del trigésimo aniversario de su inauguración. En ese momento, comprendí que el corazón del dibujo, lejos de significar la estima que mi amigo se guarda a sí mismo, podría estar referido al núcleo, al centro del propio reloj, por lo que decidí unirme al siguiente tour.

− Buenos días –le dije a la mujer que me atendía al otro lado de un puesto de madera junto a la puerta de entrada a la torre-, me gustaría visitar la torre.
− Dese prisa caballero –contestó amablemente-, el resto del grupo ha iniciado la ascensión.

Nunca me había planteado si mi estado de forma era el apropiado para alguien de mi edad, pero después de subir los trescientos treinta y cuatro escalones, la respuesta resultó evidente. Casi sin resuello, escuché a mi izquierda las voces del grupo que todavía no se había percatado de mi presencia. Empero, la duda me acechó, ya que a mi derecha una escalera de mano daba acceso al propio mecanismo del reloj. ¿A dónde dirigirme?

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