Disfrazados como íbamos, y sabiendo ya la hora a la que iba a descargar el Roland su mercancía, la opción más acertada suponía seguir a Turi.
El seguimiento no fue muy largo. Sherlock y yo caminamos relativamente alejados de nuestro hombre por espacio de seiscientas yardas a través de Cable Street hacia el este, hasta que torció hacia la derecha. Ambos aceleramos el paso, justo para comprobar cómo Turi volvía a girar, esta vez a la izquierda al final de la otra calle.
Pero cuando llegamos a la esquina con Saint George Street, nuestro hombre había desaparecido.
– Separémonos –ordenó Holmes-. Pasaré delante. Deme dos minutos y salga. Le espero en la siguiente calle que suba a la izquierda.
– De acuerdo –contesté.
– Watson –interpeló Holmes-, lleve preparado su revólver.
Saqué mi reloj de bolsillo y contemplé cómo pasaban los dos interminables minutos, a medida que aumentaba una sensación de nerviosismo por mi cuerpo. Desenganché mi revólver del tirante donde lo sujetaba y lo guardé dentro del bolsillo de la chaqueta.
En ese tramo, Saint George Street parecía desierta, a la excepción de un comercio en la acera opuesta del que salía y entraba gente, y al que muchos curiosos se acercaban a ver su escaparate. Sobre el mismo dos carteles, indicaban los números 179 y 180 y el nombre de Jamrach.
Avancé un poco más, mirando el escaparate por encima de la gente. A través de los cristales, vi un animal que se movía tras un hombre que lo dominaba tirando de una cuerda. Mi cabeza tardó en procesar de qué se trataba. El hombre salió del local con la bestia, que reusaba salir, a su espalda. Dio un fuerte tirón y consiguió salir con lo que entendí que se trataba de un niño peludo que avanzaba a cuatro patas pero que, terminé por comprender, se trataba de un osezno. Mi sorpresa fue grande. Había visto otro ejemplar tan joven en el Zoológico de Regent’s Park junto a su madre y otro más, pero disecado, en el Museo de Historia Natural. Sin embargo, nadie se espera hacerlo en una calle de Londres junto al puerto.
Permanecí observando las evoluciones del animal, a un lado y otro de la acera, para regocijo del público que allí se congregaba. Un niño de unos cinco o seis años se acercó al animal para tocarlo. Causando la admiración de las gentes y del propio chiquillo, el plantígrado se puso sobre sus patas traseras y anduvo como si se tratara de un pequeño humano. La muchedumbre miraba simpática aquella escena.
De repente, noté que en el interior de la tienda de animales unos ojos me observaban. Tardé unos segundos en reconocer al propietario de aquella mirada. Unos segundos en los que ambos nos observamos tratando de averiguar a quién pertenecía aquella cara. Finalmente, Turi apartó la mirada y se giró a hablar con un empleado. Yo recé porque no me hubiera reconocido en esta caracterización.
Continué caminando hasta llegar al lugar acordado con Holmes. Me esperaba con cierta impaciencia.
– Watson –dijo-, ¿le ha visto?
– Sí –contesté-, estaba en la tienda de animales.
Nos apartamos del entorno de la tienda, con Holmes observando durante largo rato desde la esquina que daba a George Street. Finalmente, se giró hacia mí.
– Turi ha salido.
Volvíamos a tener delante una nueva decisión que tomar:
Si continuamos siguiendo a Turi, pulsa aquí.
Si entramos en la tienda, pulsa aquí.