─ Lo dicho, Caballeros ─dijo Holmes, tras calmar sus intentos por abordar al señor McGregor por su mentira manifiesta-, ha sido un placer haberles conocido. Espero que continúen desempeñando, como hasta ahora, su labor en pro de los intereses de nuestro país. No es necesario que nos acompañen, conocemos la salida.
Desandamos nuestros pasos por aquellas salas hasta que alcanzamos la calle. El cielo se encontraba ahora despejado lo que, a mi amigo y a mí, nos transmitió cierta paz. Parecíamos estar en el camino correcto y el cielo nos lo agradecía mostrándonos el sol.
La presencia de tigres y babuinos en una finca de caza a cincuenta millas al sur de Londres perturbaba la mente de mi amigo. No sabía si estos animales podrían guardar alguna relación con la muerte de McGregor, pero una corazonada le decía que nada bueno podía salir de allí.
Sin embargo, encontrar el negocio no fue tarea fácil. Una visita al Soho, a una tienda de artesanía de la India nos sirvió para que su encargado nos diera la dirección de un almacén de productos indios cerca del Regent’s Canal, donde no supieron darnos ningún indicio de dónde encontrar animales exóticos.
Ya exhaustos cogimos un coche de caballos y acudimos al Red Dragon Inn, un restaurante asiático en Gerrard Street de gran fama, que formaba parte de los que la gente venía a llamar Chinatown, por la gran concentración de ciudadanos orientales.
Cada uno pidió un plato de carne acompañado de arroz recomendado por el camarero. Cuando llegamos al postre, nos obsequiaron con una bebida espirituosa.
─ Es licor de serpiente ─dijo el camarero, mientras nos tendía una botella en cuyo interior flotaba una cobra.


─ ¿No será venenoso? ─pregunté.
─ No, señor.
─ ¿Y cómo lo sabe? ─volví a inquirir receloso.
─ Porque nuestro cocinero elabora la bebida.
Con permiso del camarero acudimos a ver al cocinero. El señor Quan era la persona más alta que había visto en mi vida. Sin embargo, me llamó más la atención la envergadura y el grosor de sus brazos. Alrededor de su cuello se vislumbraba un tatuaje que bajaba hasta el interior de su camisa.
─ Selamat petang ─dijo mi amigo en un idioma que más tarde supe que era malayo-, la comida estaba deliciosa.
El camarero apreció el gesto de Holmes y sonrió. La sonrisa permitió que relajara sus facciones, tornando su rostro desagradable en otro más amable.
─ El camarero nos ha dicho que usted prepara el licor de serpiente ─dijo Holmes.
El cocinero asintió y desapareció de la cocina hacia una despensa de donde regresó con dos botellas y con un gesto de orgullo en su rostro. En el interior de la primera había un gran escorpión, mientras que un llamativo lagarto dormía en el interior de la segunda.
─ Por el amor de dios ─dijo Holmes-, ¿cómo consigue esos animales?
─ Hay una tienda en Saint George Street ─dijo en un tono de voz extrañamente agudo para un hombre de su corpulencia-, no es un secreto. Puedes encontrar cualquier animal.

El camino hasta la tienda de animales suponía más de una hora de camino lo cual, en otras circunstancias, habría supuesto un agradable paseo que habríamos aprovechado para hablar sobre la actualidad política europea. Sin embargo, la situación nos obligaba a darnos prisa, pues quedaban muchas cosas por resolver y el tiempo se estaba acabando. Así que, cuando al parar un coche de alquiler éste resultó ser un Hansom Cab, pareció que el destino volvía a sonreírnos.
Este medio de transporte nos permitiría recortarle diez minutos a los treinta y cinco que hubieran sido habituales. De este modo, dejamos rápidamente atrás Covent Garden y accedimos a Fleet Street, maravillándonos más adelante con la vista de Saint Paul. Avanzamos por Cannon Street y continuamos hasta los restos de la muralla medieval. Pero allí, en vez de hacer el giro lógico hacia el río para acceder a Saint George Street desde su inicio, el cochero tomó la paralela Cable Street.
Y fue al pasar por esta calle, que vimos la taberna “The Three Crosses” y Holmes se revolvió inquieto en su asiento.
─ Holmes ─le llamé-, ¿quiere que primero paremos aquí?
─ No lo sé.

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