− Le entiendo señor Turi –dije-. No quiero robarle más tiempo, creo que me iré a casa.
− No se preocupe –respondió-. Espero que pueda encontrar a su amigo. Me acompañó hasta la puerta, abriendo ceremoniosamente la puerta.
− ¿Lleva mucho tiempo sin verle? –preguntó.
− ¿Perdón?
− Su amigo, ¿lleva mucho sin saber nada de él? –preguntó con interés.
− El señor Holmes es aficionado a desaparecer de nuestra residencia –comenté-, pero ya lleva cinco días sin aparecer.
− Le propongo una cosa –me dijo y continuó-. Si quiere, puede usted preguntar en The Red Dragon Inn, está muy cerca de donde McGregor tenía su despacho, quizá el señor Holmes haya podido ir por allí.
Agradecí a aquel hombre la ayuda prestada. Éste escribió una nota y me la entregó.
− Pregunte por el cocinero –explicó con una sonrisa-, el señor Quan, y entréguele esta nota. Le prestará la ayuda que usted se merece.
Me sentía detrás de una pista firme y aceleré el paso hasta Cable Street donde alquile un Brougham y pedí al cochero que me llevara a Gerrard Street en el corazón de Chinatown.
Pronto localicé la posada y me dirigí al camarero que, como era de prever, era un ciudadano asiático.
− Buenos días –dije-, me gustaría hablar con el señor Quan.
− Acompáñeme, por favor.
El señor Quan era la persona más alta que había visto en mi vida. Sin embargo, me llamó más la atención la envergadura y el grosor de sus brazos. A diferencia del señor Turi, el gesto de Quan no era amable. Le entregué la carta con una sonrisa y una inclinación de cabeza.
El señor Quan miró la nota y me miró a mí.
− Ibumu adalah keparat –dijo levantando la voz.
Repitió este gesto tres veces.
− Ibumu adalah keparat –dijo, esta vez chillando.
Quan agarró una sartén de la cocina y me la lanzó. Pude esquivarla y salí como pude de la cocina. Corrí por el pasillo, pero tropecé con una silla y caí junto a la puerta. El cocinero me propinó un puntapié que me sacó hacia la calle y empezó a golpearme con su poderoso brazo derecho. Perdí el conocimiento.
Abrí los ojos con dificultad para entender aún dónde me encontraba.


− Watson –me llamó una voz familiar-, por fin. ¿Se encuentra usted bien?

Miré hacia el origen de la voz. Un caballero alto, delgado, se encontraba levantado a los pies de una cama. Lucía una camisa impecablemente blanca que me costaba mirar al reflejar la luz que entraba por la luz de una ventana, que reconocí como la de mi dormitorio. Intenté incorporarme.
− No –ordenó-, el doctor que le atendió a las puertas del restaurante dio instrucciones de que no se moviera. Podría haber daños permanentes.
− Holmes –aprecié-, es usted.
− Watson –dijo mi amigo con una expresión en su cara que denotaba angustia-, ¿por qué no me dijo usted que sabía hablar malayo? ¿Y como se le ocurre decirle al cocinero que su madre era una golfa?
− Yo, eh –titubeé-, no sabía.
− No se disculpe Watson –interrumpió-, la culpa fue mía por no ser claro con mis
mensajes y por no haberle avisado de qué ocurría.
− Pero, ¿qué es lo que ha pasado? –pregunté intrigado.
− Ahora, ya no importa. Descanse. No se encuentra en disposición de entender todo lo ocurrido. Esta vez no he logrado mi objetivo.
Y salió de mi habitación llamando a la señora Hudson para que me sirviera algo de comida.

FIN DEL JUEGO

¡FALLASTE! No fuiste capaz de encontrar a Holmes y él te encontró a ti.

INTÉNTALO DE NUEVO