Pese a las dudas, decidí investigar el robo. La desaparición y búsqueda de objetos o documentos era una de sus especialidades. Además, consideré que los objetos que faltaban en su habitación podrían resultar más útiles para la observación en esas circunstancias que en el análisis de las causas de la muerte en el almacén. La prensa de días posteriores no había publicado nada nuevo, por lo que, al parecer, el misterio seguía sin resolverse.
La columnata de acceso al Museo Británico continuaba luciendo su habitual porte señorial. El vestíbulo del edificio bullía con diferentes grupos que entraban y salían con absoluta normalidad. Nada hacía indicar que en su interior se hubiera producido la sustracción de ningún objeto. Quizá, cinco días después todo estuviera ya resuelto.
Me dirigí al pabellón número siete, en el que se exponían las diversas reliquias del territorio colonial de ultramar. Por regla general, si bien las piezas expuestas en la sala no tenían la grandeza que poseían las traídas de otras partes del imperio como India, o la extraordinaria calidad artística de las adquisiciones de Grecia o Persia, dejaban en la mente del visitante un bonito recuerdo por lo pintoresco de sus diseños.
Sin embargo, el pabellón se encontraba cerrado. Las enormes puertas color caoba se encontraban custodiadas por un bisoño agente. Éste mostró un exagerado nerviosismo cuando me acerqué para hablar con él.
− No está permitido el paso –dijo decidido según se incorporaba desde su silla.
− Perdone, no quiero importunarle –dije tratando de tranquilizar-, mi nombre es John
Watson. Mi socio, el señor Sherlock Holmes, y yo asesoramos a Scotland Yard en la
resolución de numerosos casos.
− No me importa quién es usted –dijo, reforzado en su postura-. He recibido órdenes de no dejar pasar a nadie.
− Watson, no se deje tratar así por este mequetrefe. Piense algo –otra vez, esa voz en mi cabeza. Y, otra vez, sabía que tenía razón con lo que me decía.

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