Pese a las dudas, decidí investigar el asesinato. Su código moral le habría hecho perseguir al culpable de tan horrible crimen. Además, consideré que los objetos que faltaban en su habitación podrían resultarle más útiles para la observación en los espacios abiertos propios de esa área de la ciudad que para vigilar la evolución de un robo en un espacio cerrado. La prensa de días posteriores no había publicado nada nuevo, por lo que, al parecer, el misterio seguía sin resolverse.

El almacén Richardon’s se encuentra en Pennington Street. A apenas 200 yardas del almacén se extiende el London Docks, construido entre 1799 y 1815 dragando e inundando zonas aledañas al río, que en esta zona tenía una profundidad que permitía la navegación de barcos de vela y vapor.

Por lo que podía verse desde afuera, el edificio era simple en su estructura. Construido en un ladrillo granate, constaba de tres naves que correlacionaban con unos grandes ventanales en la mitad superior de su fachada, de unas treinta y dos yardas de ancho, por unas seis de alto. En la nave central, el doble de ancha que las otras, se situaba la puerta de acceso.

Ya que la parte de atrás de la edificación daba a Saint George Street, calculo que el volumen interior del edificio rondaría las 1200 yardas cúbicas, lo que convertía a Richardson’s en algo más que un modesto almacén. Además, su cercanía al London Docks le asegurada una posición de privilegio en el tránsito de mercancías marítimas.

Observé un grupo de operarios que entraba y salía del edificio, y como terminaban de cargar un carro. Después, otro hombre distinto de los anteriores subía al carro y guiaba a dos caballos hacia Cannon Street mientras los hombres entraban en el edificio.

En ese momento, una mujer vestida con ropajes negros, sobre los que llevaba un sucio delantal blanco, apareció de la nada en dirección a la puerta golpeándola en tres ocasiones, con su puño. Al no obtener respuesta, repitió el gesto, siendo interrumpida por un hombre que abrió. Al ver a la mujer, volvió a cerrar dejando a ésta afuera. Instantes después, apareció tras la puerta otro hombre mucho más corpulento que el anterior. Intenté afinar el oído para tratar de captar algo valioso en la conversación.

− Jimmy –llamó ella-, ¿ya te han pagado?
− No, Penny –contestó Jimmy mientras tiraba hacia arriba de sus tirantes que sujetaban unos pantalones de pana marrón que combinaban con las manchas parduzcas que cubrían su camisa alguna vez blanca.
− El carnicero quiere su dinero, ya –advirtió ella.
− Haz lo que puedas Penny, como hago yo.

La mujer se marchó airada tras la respuesta recibida y yo aproveché el momento de confusión para acercarme.

− Buenos días –saludé tratando de parecer duro.

Jimmy me miró, desde la cabeza hasta los pies

− ¿Es usted policía?

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