Sabíamos ya a qué hora se produciría la descarga de la mercancía, por lo que seguir a Turi podría haberle llevado a descubrir nuestros planes. Resultaba más interesante recabar algo de información en el bar y contactar con Lestrade para que pudiera intervenir.
– Quizá debiéramos hablar con aquellos hombres –propuso Holmes.
– Sí –acordé-, podríamos formar parte de su cuadrilla.

Holmes se levantó decidido y se acercó a su mesa.
– Caballeros –comenzó-, no he podido evitar escuchar lo que les ha dicho el indio.
– ¿Es usted policía? –preguntó el tipo delgado.
– Yo –contestó Holmes mirándome y estallando en una carcajada-. ¿Has oído Jack? Que si soy policía.

Siguiendo el ejemplo de mi amigo comencé a reír con ganas como si aquella pregunta fuera verdaderamente graciosa.
– Hemos tenido que salir de Watford –explicó Holmes-, y no por llevarnos bien con la policía, por el amor de dios. Estamos buscando trabajo.
– Mira –explicó el gordo del grupo-, las cosas aquí no son como en vuestro pueblo. Si queréis trabajar tenéis que pagarnos cada uno un chelín.
– ¿Pagar por trabajar? –gritó Holmes-. Creo que estos caballeros nos toman el pelo.

En muchas ocasiones, no entiendo bien las acciones de mi amigo. Podríamos haber afrontado sin problema el precio que aquellos tipos nos pedían. Sin embargo, como después me explicó Holmes, hacerlo sin rechistar habría despertado recelos entre aquella gente que para empezar habían sospechado que fuéramos policías.
– Ese es el precio, amigo –insistió el gordo del grupo.

Mi amigo se quitó el abrigo que llevaba anudado sobre los hombros, me lo entregó y empezó a recogerse los brazos de su camisa que aparentaba ser lo más limpio en todo aquel antro.
– Creo que esto es algo que hay que resolver civilizadamente entre caballeros –dijo Holmes en tono altivo, mientras miraba a los ojos al gordo.

El tipo aceptó el reto de Holmes y se levantó de la silla, despojándose por entero de su camisa. El camarero contempló la escena y corrió para interponerse entre los contendientes.
– Señores –llamó-, exijo que salgan de mi establecimiento.
– No tardaremos mucho –explicó Holmes en tono cordial-. Si como resultado de nuestra disputa se rompe algo, se lo pagaré. No se preocupe.
– Jacob –le dijo el alto-, demuéstrale cómo se hacen las cosas aquí.

El camarero se retiró entre protestas que no fueron atendidas por nadie en el local. Holmes sobrepasaba en altura al tipo con quien se enfrentaba. Sin embargo, la corpulencia de éste tendía a igualar a los contendientes. Comenzó atacando el tipo del bar lanzando todo su cuerpo en un directo hacia el rostro de mi amigo. Éste pudo esquivar el golpe rotando su cuerpo. Holmes no trató de contraatacar a su rival. Comenzó a mover sus piernas a la vez que lo hacía con su cabeza y hombros. Su rival soltó un crochet para tratar de alcanzarle y Holmes volvió a esquivarlo tirando de su cuerpo hacia atrás. El baile continuó por espacio de cinco minutos en los que mi amigo esquivaba las arremetidas de Jacob. Finalmente, cuando su oponente empezaba a emitir signos de cansancio, Holmes pasó a la ofensiva fintando un derechazo, pero soltando su brazo izquierdo directo a la nariz. Jacob propinó un grito de dolor, que pronto fue callado por un uppercut en la mandíbula. Otro directo de derecha en el rostro acabó con Jacob en el suelo.
Holmes terminó victorioso del duelo, lo que supondría que tendríamos derecho a formar parte de la cuadrilla sin tener que pagar el chelín exigido. A su vez, eso había hecho que nos vieran como gente dura, poco amiga de tratos con la policía.

Sin embargo, la victoria fue momentánea. Pues nos vimos rodeados de varios agentes de Scotland Yard que habían acudido ante el aviso de una riña tumultuaria. Acabamos esposados en la comisaría teniendo que dar explicaciones de nuestras actividades en Watford, ante la absoluta incredulidad de los agentes sobre detectives buscando formar parte de una cuadrilla de estibadores y la implicación de su hijo en la muerte de Arthur McGregor.
– ¿Peleas en bares?, Holmes –dijo Lestrade cuando finalmente habló con nosotros-. No deja de sorprenderme.

Para cuando el Inspector acabó por comprender nuestra actuación, era demasiado tarde. No había nadie en el puerto y se comprobaron varias cajas del almacén Richardson’s cuyo contenido se dividía entre piezas de artesanía china y piezas metálicas provenientes del astillero de Belfast.

Un mes después, mi amigo y yo pasábamos la tarde en el 221B de Baker Street cuando leí algo en el periódico que rápidamente puse en conocimiento de mi amigo.


– Bueno, Watson –dijo en un tono amargo-. Por lo menos habrá de reconocer que mis condiciones pugilísticas son todavía buenas. Por lo demás, parece que nuestro trabajo ha sido un fracaso.

FIN DEL JUEGO