Holmes redactó una hoja destinada a Lestrade en la que detallaba lo que habíamos descubierto. Le pedía que reclutara a diez agentes de confianza y que acudieran al muelle quince minutos pasadas las seis de la tarde. Aquello no dejaba mucho margen al Inspector, pues estaban a punto de ser las cinco, pero tampoco daba margen para que se precipitaran y echaran a perder la operación. Así mismo, le informaba de nuestra intención de acudir al muelle, vestidos como si fuéramos trabajadores de Charles Jamrach, y desde allí proceder a detener a los malhechores.
Esta opción era la más directa para parar el desembarco, y nos permitía formar parte de la acción. Ninguno de los dos habríamos aguantado metidos en el almacén, mientras el caso se resolvía en el exterior. Sin embargo, nos exponía frente a los hombres de McGregor, ya que acudir al muelle podría hacer que la situación se complicase para nosotros si éramos descubiertos por Arthur o su empleado de confianza.
Esperamos tres cuartos de hora en la tienda de animales, aprendiendo de Charles la variedad de animales que albergaba. Nos aprovechamos de la gentileza y el sentimiento de culpa de Charles para salir vestidos con el uniforme de mozo que vestían sus empleados. Le agradecimos la ayuda prestada y salimos en dirección al almacén.
Contábamos con tiempo suficiente para que acudir al muelle a recibir al Roland, por lo que disfrutamos del corto paseo por Saint George Street contemplando los escaparates de las tiendas de ropa y alimentación.
─ ¿Se ha dado cuenta de cuán diferente es la vida en esta zona de la ciudad? ─preguntó Holmes.
─ Sin duda, Holmes ─respondí-. Pero resulta un poco superficial juzgar a la gente por la forma en que van vestidos, ¿no cree?
─ ¿Ha visto cómo va usted vestido? ─repuso y continuó-. ¿No le parece que vestido con esa ropa su forma de actuar cambia? Aunque somos conscientes de estar disfrazados, ¿no se ha parado a pensar que representamos un papel durante toda la vida? Desde luego, no juzgo a esta gente, solo digo que cómo te ve el resto influye en cómo te ves a ti mismo.
Caminamos la media milla que nos separaba observando que nadie nos siguiera. Pero, sobre todo, fuimos cautelosos cuando nos aproximamos al almacén. Tratamos de observar a través de los cristales, pero no se apreciaba movimiento en su interior.
Pasamos el almacén. Ante nosotros se extendía la inmensa obra de ingeniería que suponían los London Docks y, entrando en los mismos, un gran barco que se aproximaba con las cinco velas casi recogidas.
─ Vamos, Watson ─dijo Holmes-. Sin duda se trata del Roland. Y aquella gente debe estar esperando para desembarcar la mercancía.


Acudimos al muelle marcado con el número tres donde se encontraba un nutrido grupo de quince hombres repartidos en dos grupos. Dos carros con un caballo enganchado en cada uno terminaban por configurar la estampa. Tratamos de pasar desapercibidos algo apartados, pateando el suelo y escupiendo según la costumbre de esta gente ruda.
El Clipper atracó cinco minutos pasadas las seis. El grupo de hombre nos pusimos en fila a lo largo del muelle. Desde el barco lanzaron dos cabos por proa y dos por popa, que tres de los hombres amarraron. Posteriormente, dos de esos hombres y otros dos más, posiblemente todos trabajadores del almacén, alzaron hacia el barco una superficie de madera. Arriba, varios marineros engancharon la estructura a la regala de la embarcación. Con el pantalán ya fijo, un hombre bajó por el mismo dando órdenes.
─ Tenemos cuatro horas para vaciar el barco ─dijo en un tono alto para que pudiéramos oírle-. Si tardamos tres habrá una paga extra de un chelín.

Por parte de los hombres, la noticia fue seguida por exclamaciones de júbilo, quienes apenas esperaban ganar un cuarto de chelín por el trabajo de la tarde. Por nuestra parte, por sorpresa e incomodidad al comprar que quien dirigía la operación era el propio Turi.
La fila de hombres comenzó a subir al barco. Holmes y yo éramos los últimos. Avanzaban por la cubierta en fila y bajaban por una escalera hasta desaparecer en la bodega. Ninguno salía. La tripulación del barco de seis personas nos observaba impasible. Turi permanecía ahora junto a la entrada de la embarcación.
Pasamos a su lado. Avanzamos. La escalera estaba mal sujeta. Holmes sufrió un traspiés bajando. La fila comenzó a subir. Cargar con uno de esos sacos fue un ejercicio muy duro. Rogué para que Scotland Yard no tardara en aparecer. Holmes comenzó a subir la escalera, lentamente, con el saco al hombro, para poder emplear ambas manos en sujetarse. Yo le miré desde abajo. Cuando llegó arriba hoy una detonación y mi amigo cayó de la escalera. Me acerqué. De su pecho brotaba la sangre en abundancia.
─ ¡Holmes, malnacido! ─gritó Turi desde la cubierta mientras efectuaba otro disparo en mi dirección.
Me las arreglé para desenfundar mi arma y casi sin apuntar disparé hacia arriba. Desde la cubierta cayó un cuerpo, dando con la cabeza en el suelo. En aquel momento, comenzó la confusión. Me acerqué a Holmes y presioné su herida. Presioné con todas mis fuerzas mientras del exterior me llegaban voces, gritos y el sonido de algún disparo. Oí carreras por la cubierta, alguien saltando por la borda y silbatos. Escuché lamentos, relinchar de caballos y una voz familiar gritando nuestros nombres.
─ ¡Holmes!, ¡Watson!
─ Aquí, Lestrade ─grité con toda la fuerza de mi alma, sin dejar de presionar el pecho de mi amigo.
La operación concluyó con éxito, deteniendo a todos los implicados. Sin embargo, mi dolor no me permitió disfrutar de aquello. Mi amigo se había ido para siempre.


Preparé un funeral discreto, en la parroquia de St Helen Church, Bishopgate. Fue una misa sencilla para despedir a la mente más compleja que ha conocido Londres. Antes de despedir por última vez a mi amigo, me acerqué y le coloqué entre las manos aquella llave que había encontrado entre las ropas de Arthur McGregor y de la que no sabíamos su utilidad, como símbolo del misterio con el que siempre estuvo rodeado en vida.

Por la tarde, en casa, tuve ocasión de revisar la prensa en busca de la noticia. Estoy seguro que Holmes, allá donde esté, disfrutará con su lectura.

 

 

 

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